El Círculo de Cartago también es nuestro.
Debemos reconocer que algunos no ven al Círculo de Cartago como una entidad secreta, sino como un ente inverosímil. Apenas cabe duda: en años recientes, varios colegas han creído que se trata de un locus exclusivo. No falta quien vea en el Círculo una especie de acaecimiento inusitado, metafísico, podría pensarse, por haber sido concebido en lugar tan confabulatorio como Cartago.
Apenas podría darse razón a tales opiniones. El Círculo de Cartago es ahora, ciertamente, más pequeño que en décadas anteriores, al menos si se atiende a varios textos y legados orales, entre los que destaca un agradable testimonio de Roberto Murillo, aparecido en el primer número de la Revista CoRis. Enamorado, como era, de la escritura borgeana, Don Roberto rubricó esa referencia al Círculo de Cartago en 1989 y la publicó en un libro que, desde el título (Segundas estancias, 1990) se antoja especular, no solo porque remite a vivencias, charlas y contertulios, sino por la particular atmósfera que teje en torno al grupo.
Que ese Círculo se haya reducido no significa que sea más secreto. Nunca lo fue, en realidad, y nunca pretendió serlo, según he comprobado por otros testimonios y por unas remembranzas de Guillermo Coronado, quien –como apunta el mismo Roberto Murillo- con vocación y perseverancia ha dado asilo y vigencia al grupo.
Esto es el Círculo de Cartago hoy en día, al menos en uno de sus sentidos: un pequeño grupo que cultiva el diálogo y ejerce la curiosidad, la crítica e incluso la ironía, en diversos campos de la filosofía, el quehacer intelectual y artístico.
Se sabe que nació en la década del cincuenta y que su gestor e inspirador fue Francisco Hernández, un inspector del Colegio San Luis Gonzaga. Detalles de su historia, que no podría yo mejorar ni contradecir, se narran en los escritos citados de Murillo y Coronado. Hay quienes refieren, además, la existencia de muchas actas, con detalles de cada reunión, de cada conferencia o de las ceremonias iniciales, que parecen haber consistido en la defensa de alguna tesis sobre asuntos filosóficos o culturales. Entiendo que las reuniones fueron, durante mucho tiempo, semanales, apasionadas, tácitamente obligatorias. Concebido como un círculo de estudios, se le llamó, al principio, “Alejandro Aguilar Machado”, luego “Mario Sancho”.
Entiendo que, por su ideario y sus prácticas, el Círculo provocaba habladurías y disgusto entre algunos cartagineses. Con elegancia, Murillo recuerda que la apertura intelectual de sus asociados implicó un “agudo contraste con el Cartago aldeano y conservador” de entonces. Esas y otras memorias coinciden en las causas: un sueño de los circulistas era convertir a Cartago en una “segunda Atenas”: patrocinaron conferencias de pensadores liberales, utilizaron medios radiofónicos para difundir sus ideas, opinaron sobre temas controversiales, disfrutaron libremente de los paseos y caminatas por muchos rincones de la provincia, propugnaron por la creación de una buena biblioteca pública, trataron de transformar el Colegio de San Luis Gonzaga en un liceo universitario e, incluso, se atrevieron a fomentar la participación femenina en sus actividades. De ahí, seguramente, la sospecha de inverosimilitud, que evoqué al principio: el Círculo de Cartago no encaja, desde su fundación, en el estereotipo localista. Murillo advierte de aquello lo nefasto: “rencores y envidias, aunque nunca efectiva competencia”.
Atardecían los cincuentas. La transformación onomástica citada acentuó, seguramente, la animosidad en contra del grupo y, según creo, Cartago lo venció. No supo destruirlo, pero lo obligó a trasladarse, como bien relata Coronado: “bajo el alero del bufete Guier y la guía del historiador Jorge Enrique Guier Esquivel”. Mudarse a San José fue “el principio del fin”, opinaría Murillo. No fue así, pero ciertamente lo debilitó: la dimensión social (y política) de sus prácticas fue diluida. Desde entonces posee otro carácter.
En 1972, Guillermo Coronado (cartaginés incontrovertible, aunque disidente imperdonable del legado futbolístico provincial) se hizo cargo de rejuvenecer al Círculo. Labor encomiable, como la de Nora, su esposa: supo devolverle “patria” y casa, reanimó esa capacidad de asombrarse, de admirarse, extrañarse o maravillarse que se trasunta en el vocablo griego Thaumadsein y, sobre todo, resucitó la constancia, el gusto por el conocimiento y la cofradía. Don Guillermo, como le conocen sus discípulos, atrajo el interés de académicos como Claudio Gutiérrez, Nicolás Farray, José Alberto Soto y el mismo Roberto Murillo, quien se había alejado cuando el Círculo adoptó el nombre de Sancho. Se incorporaron Edgar Roy Ramírez, oriundo de Pérez Zeledón y Mario Alfaro, de Puriscal, ambos interesados por la filosofía y la historia de la ciencia, temas en que Coronado ya era considerado como experto. Tras un letargo importante, motivado por los estudios de este en Indiana, se reanudaron las actividades.
Mi conocimiento directo del Círculo data de los ochentas. Me incorporaba, como profesor interino, al Instituto Tecnológico de Costa Rica. Tenía intereses en el terreno de la estética y de la ética, pero la posibilidad de trabajar en la Sección de Filosofía del ITCR era seductora y me condujo, eventualmente, al Círculo.
El lugar fue importante para mi desarrollo: aprendí un gusto por la filosofía de la ciencia y, sobre todo, por la ética aplicada a problemas del desarrollo científico y tecnológico. En el Círculo no sancionaban negativamente mis enfoques, sino todo lo contrario. Coronado estimulaba la lectura, la discusión y la polémica, Alfaro motivaba, mediaba, coordinaba actividades. Roy Ramírez gustaba de la confrontación intelectual: solía poner a prueba mis ideas y pequeños escritos, me obligó a depurar argumentos. Creo que nuestros enfoques –diferentes, a veces contrarios- enriquecieron la dinámica del grupo, misma que desembocó en una de sus actividades más extendidas: la publicación de artículos y de libros. Evidentemente, el nexo Círculo de Cartago-Sección de Filosofía del ITCR era muy fuerte. Hoy lo es, también, pero en menor grado. El trabajo en la UCR también nos ha dado aportes valiosos, nos ha transformado.
No somos los únicos representantes del nuevo período, por supuesto: a las reuniones del Círculo asisten amigos, familiares, intelectuales de prestigio; todos con el gusto por la filosofía, la buena cocina y el vino, la creación literaria, científica, tecnológica. Nos reunimos normalmente en casa de los Coronado, ocasionalmente en otros hogares.
Con seguridad, la normativa del origen no funcionaba en esta generación. Pero el encanto de una aventura intelectual, de un aniversario filosófico o científico, de una tesis, o la conversación y la amistad vuelven a ser motivos consuetudinarios. Ha sido hermoso aprender, aceptar y disentir, ha sido hermoso construir puentes entre nuestros territorios.
Me parece que hoy asistimos a la cuarta generación del Círculo: descendientes, otros amigos, académicos que empiezan o que, tras algún contacto casual con el grupo, decidieron frecuentarlo, aunque todavía no se incorporan debidamente, con la disertación primera. Algunos se han ido, algunos también nos han rechazado. Inusitados resultan sus hechos: no es excluyente ni metafísico; ha legado escritos, ideas, actividades; anatematiza fanatismos y abusos del poder. He aquí el testimonio de un herediano: ese Círculo –cartaginés por nacimiento y propósitos- también es nuestro.
Álvaro Zamora.