Guillermo Coronado
– I –
De manera breve, consideremos en este breve ensayo los contactos de los dos grandes de la nueva astronomía heliocéntrica en la primera mitad del siglo XVII, contactos que se iniciaron a fines del siglo anterior, pero que nunca llegaron a conformar un diálogo pleno entre ambos, un diálogo entre iguales, dado que Galileo no aceptó los planteamientos keplerianos en la trasformación de la astronomía, pero que en el caso del uso del telescopio en la investigación astronómica fue lo más cercano que pudo ser.
El primer contacto se dió como resultado de la carta de Galileo a Kepler agradeciendo el libro Misterio del Cosmos, en que se limita a señalar que le entusiasma que Kepler acepte el copernicanismo, cosa que él también hace, desde hace algún tiempo. Galileo apunta que ha realizado aportes significativos a la defensa del heliocentrismo de Nicolás Copernico. Pero no hay respuestas ulteriores a pesar de alguna insistencia del astrónomo alemán. Y mucho menos a la solicitud de Kepler que Galileo realice algunas observaciones astronómicas dado que él carece de los instrumentos necesarios. Y es obvio que Kepler mostró ausencia total de prudencia cuando le recomienda a Galileo que si es difícil defender el copernicanismo en Italia, se traslade a Alemania para gozar de mayor libertad. Galileo era en ese entonces profesor de Matemáticas en la Universidad de Padua, no un simple profesor de un oscuro seminario de Graz, en una región de Austria. Cierto es que una cátedra de matemáticas no es parte de las principales cátedras de una universidad europea en ese tiempo, pues las disciplinas fundamentales eran el derecho, la medicina, la filosofía y la teología.. Pero Galileo pertenecía a la Universidad de Padua, de las más emblemáticas universidades italianas y la joya de la República de Venecia. Por ello la mera sugerencia que abandonase Italia y viajase al norte, a Austria, era una afrenta sin duda. Por ello, suponemos, de parte de Galileo únicamente hay silencio.
Pero en 1610, con la publicación del Mensajero de los Astros de Galileo y el anuncio de la importancia capital de las observaciones telescópicas, Galileo envía un telescopio a la corte de Praga, e indirectamente solicita la opinión del Astrónomo Imperial de Rodolfo II. No le envía a Kepler un telescopio. No obstante, Kepler redacta rápidamente, por la urgencia de la salida del correo hacia Italia, un texto aprobatorio lleno de entusiasmo, y que trata la cuestión óptica del funcionamiento del telescopio que está ausente en el librito galileano. Pero Galileo, como antes, no mantiene el diálogo y sigue adelante como si Kepler no fuera interlocutor de su mismo nivel.
Pero dejemos esos detalles personales no muy agradables, y veamos un primer texto del breve documento kepleriano en respuesta al también breve libro de Galileo. (1)
“… Tan lejos estás de que no me fíe de ti por lo que respecta al resto del libro y los cuatro planetas joviales, que desearía por encima de todo disponer ya de un anteojo para anticiparme a ti en el descubrimiento de otros dos en torno a Marte (como me parece que exige la proporcionalidad), seis u ocho en torno a Saturno y quizá uno en torno a Venus y otro en torno a Mercurio.” (105)
Nótese como Kepler se queja de no disponer de un telescopio para corroborar los descubrimientos galileanos. Pero fiel a su enfoque de las armonías matemáticas, refiriéndose a las cuatro lunas de Júpiter, supone que junto con la luna de la Tierra, deben estar sometidas a una relación matemática, y en consecuencia, Marte debiera poseer dos lunas, que es la media entre 1 y 4. Por supuesto en el caso de Saturno, la posibilidad es doble, pues podrían ser 6 u 8, dada la suposición de una progresión aritmética o geométrica. Obviamente, Mercurio y Venus o no tienen lunas o tendrían cada uno una. Y por eso dice que si dispusiera de un telescopio se adelantaría en el descubrimiento de dichas lunas tal como lo exige la armonía matemática. Nada en el cosmos es arbitrario sino resultado de la creación matemático-armónica por parte del Dios geómetra.
Y la interpretación de Kepler se mantuvo en el caso de las lunas de Marte pero fue radicalmente refutada en los casos de Júpiter y Saturno, los que conforme mejoraba la calidad de los telescopios fueron aumentando en gran cantidad el número de sus lunas. Pero, en el caso de Marte, el descubrimiento se realizó mucho después de la muerte de nuestros dos referentes. En concreto, en el año de 1877, pot A. Hall, y se conocen con el nombre de Deimes y Phobos.
Finalmente la gran armonía que había vislumbrado Kepler respecto del número de los planetas se derrumbó completamente al ser descubiertos los planetas Urano y Neptuno, y quebrarse definitivamente la correlación entre los seis planetas y los cinco poliedros regulares.
De la cita kepleriana, que aparece muy al inicio del libro, se deben considerar dos aspectos. Por una parte, reiteramos, su queja clara ante el hecho de no poseer un telescopio galileano para no solamente confirmar los hallazgos de Galileo sino, lo que es más importante, para avanzar en la investigación de los cielos y en consecuencia aumentar el número de hallazgos o descubrimientos que reforzarán, esa es su confianza plena, el enfoque heliocéntrico copernicano. Por la otra, la reiteración de la creencia de Kepler en la importancia de las armonías matemáticas que no solamente develan el orden de la naturaleza o de la creación divina, sino que engendran dicho orden.
Por ello se debe recordar la primera obra de Kepler, el Mysterium Cosmographicum, 1596, y su empleo de los cinco poliedros regulares, las estructuras rectilíneas de caras iguales que poseen una especial relación con la esfera dado que cada uno de ellos puede ser inscrito y circunscrito por esferas. Estos cuerpos perfectos de tradición pitagórico-platónica y demostrados por Teeteto como un cojunto de cinco y solamente cinco, son empleados por Kepler para establecer el número de planetas que se mueven en torno al Sol, centro del universo, y la esfera de las estrellas fijas, límite del universo. Dicho número es y debe necesariamente ser seis. Tal como se establece en el heliocentrismo copernicano, pero sin ofrecer una prueba demostrativa. Kepler sí lo hace y en consecuencia resuelve el serio problema del status de la Luna, que deja ser planeta primario para convertirse en simple cuerpo secundario en torno a la Tierra. Que ahora es planeta, no centro del universo, pero que posee un status especial dado que es sitio de los humanos, y la órbita que divide a los planetas primarios, Marte, Júpiter y Saturno, de los secundarios, Venus y Mercurio. Por supuesto un detalle adicional es que los planetas primarios corresponden a poliedros diferenciables por sus caras, a saber, cuadrados, triángulos equiláteros y pentágonos, mientras que los secundarios o interiores a la órbita de la Tierra, repiten en mayor número las caras equiláteras del tetraedro, específicamente el octaedro y el icosaedro.
Se ha supuesto que esta convicción pitagórico-platónica se debilitó en su fuerza con el descubrimiento de que la órbita de Marte no es una combinación de círculos con velocidad uniforme, sino una elipse en la que Marte varía su velocidad, según una regularidad de las áreas barridas por el radio vector, áreas iguales en tiempos iguales,tal como se publicó en su Astronomia nova de 1609. Pero esta cita que hemos considerado muestra que no es el caso que Kepler dejara atrás esa fascinación por las armonías matemáticas. Y ello se confirma con su obra posterior, de 1619, Armonía del universo, y la tercera ley del movimiento planetario.
NOTAS
1- Galileo / Kepler. 1984. El mensaje y el mensajero sideral. Madrid, Alianza Editorial. Introducción y traducción Carlos Solís Santos. Se cita por número de página.
El mismo traductor publicó una nueva edición en la que cambia el título para tomar clara posición respecto del significado de la obra de Galileo, proponiendo el título de La gaceta sideral. Pero reconoce que los contemporáneos de Galileo, Kepler entre ellos, asumieron el sentido de Mensajero sideral, y en consecuencia, un agente con el que se podía dialogar.