*Álvaro Zamora
L´Agüela nació en 1905 y su madre la premió con el nombre de Felícitas. Pasó la infancia en San Pablo, pero de joven se mudó a Heredia. Pasados algunos años, pudo comprar ahí una casa de adobes con fachada estrecha y largo patio. Ha de haber recibido ayuda económica de mi abuelo, un gamonal tuerto, que yo apenas vi una o dos veces.
L´Agülela fue una trabajadora escrupulosa y exigente consigo misma. Practicó una fe católica simple, sincera e inquebrantable. Cuando ella cursaba los sesenta años, me confesó haber querido terminar la escuela. Pero en su escuela solo daban lecciones hasta el tercer grado. Por suerte, desarrolló un placer enorme por la lectura. Antes de dormir, me leía Las mil y una noches, capítulos de El Quijote, los Cuentos de mi tía Panchita, algunos libros de Verne, uno de Wells, Pinocho y una colección de aventuras que mi madre le compró a un vendedor de enciclopedias que pasaba por casa de cuando en cuando.
L´Agüela era una mujer gruesa, fuerte y muy bajita; tenía la piel curtida, aindiada, oscura; su voz era incontrovertible, muy ronca. Parecía una mujer severa. Enfrentaba las situaciones con inesperada racionalidad, pero nunca negoció sus creencias ni sus principios.
De ella aprendí valores fundamentales; también me enseñó secretos culinarios; aunque nunca fui capaz de reproducir sus cajetas de maní, ni su picadillo de fiesta. Todavía admiro su vocación cínica por la verdad. Creo que mi primer contacto con la ética –es decir, con reflexiones sobre temas morales– proviene de sus explicaciones sobre dicha vocación. No llegó a los excesos del infame filósofo de Sinope, pero ella también despreciaba la ostentación y el derroche material. Si le regalaban un vestido, lo guardaba hasta gastar (después de coserlo una y otra vez) los que tenia en uso: “Aprenda, m´hijito –solía decir– lo viejo guarda lo nuevo”. Para la celebración de mi bachillerato, ella estrenó un bello traje blanco que había comprado once años antes.
Mucho antes de leer El existencialismo es un humanismo (por orden del profesor Ramón Madrigal Cuadra, en la UCR) yo aprendí de L´Agüela que somos lo que hacemos y que –aunque parezca inconveniente o peligroso a veces– es correcto y necesario ser honrado y defender la justicia. Por esas razones la invoqué cual personaje, décadas después, en un libro de ética (EUNED, 2008).
Jean Paul Sartre también nació en 1905 y de su obra he aprendido mucho. Como L´Agüela, él era bajo de estatura y pensaba que “no tenemos más que esta vida para vivir”[1]. Su paso por el mundo fue muy diferente al de Felicitas, sin duda; pero, como ella, defendió la mayoría de sus convicciones con ahínco, aunque, a diferencia de ella, él fue ladino en sus relaciones amorosas y con varios de sus amigos.
Sartre –a quien, como a L´Agüela, he dedicado muchas páginas– es uno de los filósofos más famosos del siglo XX. Suele ser recordado como existencialista, aunque su trabajo más importante es fenomenológico y de orientación marxista. Algunos lo consideran el último gran filósofo moderno, dado que en su obra reconsidera la idea del cogito. Se enriquece críticamente con la filosofía de Hegel, la de Kant, Husserl, Heidegger y con la obra de Freud. No obstante, va más allá de tales rutas, al dar sentido y perspectiva a una ideología compleja. Él la desarrolla siguiendo al materialismo dialéctico, pero cree que dicha filosofía no debería eludir el estudio de “la mediación privilegiada que le permite pasar de las determinaciones generales y abstractas a ciertos rasgos del individuo singular”[2]. En palabras simples, y parafraseando una famosa fórmula de Cuestiones de método [3], podemos decir que eso implica dar cuenta de L´Agüela desde dos perspectivas correlativas dialécticamente: Felícitas es una mujer de extracción campesina, pero no toda mujer de esa extracción es Felícitas”.
Vale recordar otra idea de Sartre que seguramente ella compartiría: “el hombre se elige en relación con los otros”[4]. Algunos han querido ver en esa afirmación de El existencialismo es un humanismo un pecado metafísico con el que Sartre anula nuestras diferencias y –sobre todo– elude el problema de la violencia, la desigualdad, la alienación. En su legado literario y en ensayos filosóficos como Cuestiones de método, Crítica de la razón dialéctica, El idiota de la familia, ¿Qué es la literatura?, Las palabras y varias obras póstumas, él ridiculiza tal interpretación. En su Autorretrato a los sesenta años resume así su verdadera posición: “una teoría de la libertad que no explique al mismo tiempo –como él hace en las referidas obras– qué son las alienaciones, en qué medida la libertad puede dejarse manipular, desviar, volverse en contra de sí misma” es una teoría que “puede confundir muy cruelmente”[5].
He ahí dos legados de moral que han moldeado mi existencia. Uno cercano y práctico; el otro es teórico. Las implicaciones de ambos se hallan en proceso.
A cuatro décadas de la muerte del filósofo, dedico estas líneas a conmemorarlo, cual complemento teórico de muchas vivencias compartidas con Felícitas.
Cartago, abril, 2020.
[1] Sartre, J-P. (1972) Obras (trad. A. Bernárdez y otros). Buenos Aires: Losada. 955.
[2] Sartre, J-P. (1960) Crítica de la razón dialéctica (precedida de Cuestiones de método). (trad. M. Lamanna). Buenos Aires, Losada, 56.
[3]
[4] Sartre, J-P. (1977) El existencialismo es un humanismo (trad. V. Prati). Buenos Aires: Sur, 55.
[5] Sartre, J-P. (1977) Autorretrato a los sesenta años (Situaciones X) (trad. J. Schvertzman). Buenos Airs: Losada, 126.