*Álvaro Zamora
Es innegable que el patrimonio culinario (o, si se prefiere, la gastronomía) ocupa –desde la Antigüedad y más allá de ella– un lugar privilegiado en cada cultura. Se habla de la cocina china, la cocina mexicana o la cocina francesa como elementos esenciales que caracterizan a las naciones o a ciertas tendencias del gusto; son difundidas así por todo el orbe. Los grupos nómadas del Sahara también cuentan con una cocina propia, en Islandia y en la India disfrutan de platillos que yo no he aprendido a disfrutar.
Cada país tiene su cocina, en la cual se incluyen, necesariamente, las cocinas regionales. Costa Rica, por ejemplo, cuenta con el gallo pinto de Santa Cruz (muy seco) que difiere bastante del que ofrece un conocido restaurante cartaginés (más húmedo, poblado con diminutos cortes de chile, cebolla, ajo y culantro). La receta del delicioso rondón que ofrece los miércoles un restaurante en la playa de Manzanillo no ha llegado a noticia de las cocineras de la emblemática Coopetortillas de Santa Cruz. Acaso esos y otros establecimientos merezcan alguna reflexión filosófica (como las de la periodista y filósofa Valeria Campos, del instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso). Merecen, seguramente hasta un premio de cultura.
Por décadas, las cocineras del local santacruceño y quienes cocinan en Manzanillo han depurado verdaderos ejemplos de lo que algunos presocráticos e incluso Aristóteles consideraron como artes útiles, en oposición a las artes bellas. Hay lugares en Costa Rica y en todo el mundo, donde se disfrutan tradiciones gastronómicas que vinculan en un mismo plato ambas categorías estéticas. La cocina merece más de un filósofo y más de un premio, como la música o cuanto se escribe, se esculpe y se pinta.
Así como se premia hoy en Costa Rica a diversos trabajadores del teatro, podría pensarse en crear premios culturales para muchas cocineras y cocineros que, con recursos escasos pero con enorme gusto, ahínco y creatividad, han forjado o defendido alguna de nuestras orientaciones culinarias. Quizá en tal sentido ha querido pensar el jurado del Premio Magón 2019; pero, en mi criterio, se ha equivocado.
El jurado de marras no le concedió el premio a alguien que ha cocinado bien y, a la vez, ha estudiado el papel de la cocina en la conformación de alguna forma de conciencia o ideología costarricense. Tampoco se lo ha ofrecido a quienes fomentan la cocina autóctona en Limón o Santa Cruz, en Santa Bárbara de Heredia, en Cervantes de Alvarado y en muchos otros lugares. Se lo dieron a una muy respetada cocinera; eso sí. Sé que algunos piensan en ella como la mejor Chef (alguna reclamará el nominativo Chefa) de la alta cocina costarricense (habría que precisar esa categoría). Su legado culinario ha de ser de enorme calidad. Parece que ella destaca, con indudable justicia, en círculos sociales bien educados, de elevado ingreso y de buenas costumbres. Su trabajo es accesible en tales ateneos; sin duda, merece admiración y buen gusto. Pero yo estimo que es prudente evaluar, con cuidado y sin prejuicios, hasta dónde dichas cualidades y ese entorno social encajan en la intención del Premio Magón.
No voy a discutir aquí ese tema; aunque estoy seguro de que el Círculo de Cartago no censuraría mi crítica, como otros medios de comunicación censuraron mis criterios cuando puse en duda –por escrito y para todos– la elección del señor Obama o la del señor Gore como portadores del Nobel de la Paz; o cuando el Nobel de Literatura se depositó en los currículos de Doris Lessing, de Svetlana Alexándrovna Alexiévich y de Bob Dylan.
Todavía lamento que la complacencia (o la falta de análisis de los jueces del Nobel, que deben ser académicos de altísimo nivel) haya contagiado a los jueces del Magón en diversos momentos.
También lamento una tendencia para no premiar a excelentes trabajadores de-y-por la cultura costarricense. Peor aún, algunos jurados han repartido el premio entre personas que, en mi criterio, no llenan las expectativas ni los propósitos de quienes crearon, mediante una ley muy precisa, tal distinción.
Hoy figura en el Magón alguien que seguramente es adorable y sabia; sus glorias fueron halladas en tales características y en su capacidad para transmitir el conocimiento por vía oral; pero, antes de recibir el premio no había publicado ni un libro, y su capacidad para organizar actividades culturales, la pretendida novedad de sus temas de trabajo en el país y la profundidad de su pensamiento no emulaban –ni de lejos– lo que, a lo largo de varias décadas, habían hecho otros académicos y profesionales del llamado sector cultural. También se le ha otorgado el Magón a alguien que, cual pasatiempo, gusta de escribir libros. Inexplicablemente, le habían laureado uno de pésimo fuste filosófico años atrás, con el Premio Aquileo J. Echeverría de ensayo. Claro que leer y escribir son labores loables, sobre todo cuando no se es un letrado sino un aficionado; pero la cuestión es si ser proclive a ello alcanza para obtener galardón tan apreciado; sobre todo si otros muestran mejores dotes.
Hay quienes piensan que el Premio Magón debe evitar a los varones, por asuntos vinculados a cierta ideología de corta racionalidad, mas no por aportes señeros a la cultura costarricense. Tal pensamiento parece influenciar, cada vez más, a los jurados. En esta oportunidad, se contaba al menos con una mujer que ha atendido por décadas aspectos diversos de la cultura, y que también se ha ocupado sistemáticamente del legado culinario costarricense.
Hoy podría mencionar tres nombres de varones cuyos aportes a nuestra cultura (en organización, literatura y artes plásticas) superan en mucho lo hecho por la mayoría de nosotros y por más a la última galardonada. No entiendo por qué los jurados del Magón han preferido ignorarlos. No los menciono aquí para evitarle al lector un texto interminable; también porque el propósito de estas líneas es otro: mostrar un acuerdo parcial con el Profesor Ramírez, así como el convencimiento de que en este, como en otros temas, las falacias ad hominem (como las que censura Ramírez a Mora) no han de tener cabida.
Me mueve también una leve esperanza –algunos podrán considerarla ingenua– de que los jurados de premios nacionales vuelvan a actuar merced a labores serias de análisis y a criterios precisos. En tal sentido, resulta lamentable la justificación pública dada por el último jurado; no solo por ser imprecisa y desatinada, sino por haber contado con la anuencia de un respetado colega filósofo.
Cartago, abril del 2020