*Álvaro Zamora.
A Mario Alfaro
La ignorancia o una confusión habitan en esta idea: sin estudiar ingeniería estructural y arquitectura, un buen albañil sería capaz de diseñar y construir un edificio como el Burj Al Arab de Dubai o al menos podría reparar aquel puente que los costarricenses conocen como El de la platina.
Quizá hay ejemplos que, inversamente, muestran la incapacidad de un letrado para emular la habilidad del técnico. Cierto amigo informa cómo unos trabajadores de su finca se burlaban del agrónomo recién graduado, cuando fue incapaz de voltear a un inmenso toro. El peón más viejo bajo de la cerca, tomó al cuadrúpedo por la enorme nariz y lo acostó entre las risas y los gestos animosos de sus colegas. Otrora, algunos trasgredíamos nuestras capacidades, cuando tratábamos de horadar una zanja jardinera o martillar un clavo como es debido. La abuela nos miraba desde el corredor; tarde o temprano advertía “m’hijo, te vas a lastimar”; de cuando en cuando invocaba palabras milenarias: “zapatero, a tus zapatos”.
No por estudiar en la universidad se sabe cómo ordeñar las vacas o la cabra, tampoco cómo amar con ardor. Acaso Freud, con todo su conocimiento de las pasiones, de los sueños y de los mecanismos del ego fue incapaz de amar a su familia con tanta ternura como abuela supo amarnos.
Sabemos que Kafka cultivó el arte literario. De no haber evitado publicar sus textos, hoy podría figurar entre los galardonados con el Nobel de Literatura o, en su defecto, podría existir una perplejidad casi unánime por no haber recibido el premio. Menos explicable, menos comprensible, menos justo es que en la lista del Nobel no se encuentre a Jorge Luis Borges, pero que incluya a escritores como Doris Lessing y los dos galardonados que llevan el apellido Mistral; que no esté ahí el nombre de Freud, pero sí el de Churchill y, más recientemente, el de la periodista Alexievich; aunque en este caso sea posible interpretar sus entrevistas ficcionalizadas y tendenciosas cual esfuerzos para convertir en literatura algunos hechos históricos.
Alguien podrá considerar como loable que con el Nobel literario ofrecido a Dylan este año se hayan abierto curiosas posibilidades: premiar, por ejemplo, a los que ponen graffitis en las paredes del mundo, porque de ellos ha de ser el derecho de escribir y pintar un arte contestatario, poético en su profundo seno, precioso a veces y concebido –supongo– con pretensiones de universalidad. Quizá un día se urdan justificaciones para otorgar el Nobel de Literatura al mejor anunciante de refrescos gaseosos o de perfumes, o a quien construye mentiras en magníficos discursos políticos; y claro, a los guionistas de telenovelas o a esa especie de reificación del copista medieval que suele hallarse en autores como Cohello . Mutatis mutandis, en la bienal veneciana de arquitectura se podría considerar la posibilidad de dar el primer premio a un albañil, por su habilidad con el mortero. Para justificarlo, solo habría que invocar, analógicamente, lo hecho por la Academia Sueca en el 2016.
El Nobel del señor Bob Dylan merece atención especial. Por primera vez se le confiere a alguien que no ha ejercido el oficio literario y que, en realidad carece de realizaciones en el campo. Ni siquiera los representantes del Premio Nobel han sabido justificar adecuadamente la elección de Bob.
Se pueden leer, en direcciones de la Red, algunos comentarios absurdos sobre la justicia del premio. Hay curiosas declaraciones de Sara Danius, la Secretaria permanente de la Academia Sueca, transcribo un pasaje publicado en www.eluniversal.com: “Si miramos hacia atrás, bien hacia atrás, uno descubre a Homero y a Safo, que escribieron textos poéticos o piezas que estaban hechas para ser escuchadas, representadas, a veces acompañadas con música. Y aún hoy los leemos y los disfrutamos”. Todo eso es cierto, pero ella, como buena secretaria, pretende usar tales verdades para enfrentar a los detractores de sus representados cuando agrega: “Es lo mismo con Dylan: puede ser leído y debe ser leído”.
Lo leemos, claro; las letras de sus canciones habitan en espacios virtuales y en la memoria de muchos sesentones. Hay algo de la posmodernidad en esto; quizá alcance también para confundir al albañil con el ingeniero estructural.
Pronto nos damos cuenta de que no “es lo mismo”: no se trata de un Homero moderno ni post moderno; tampoco es Safo redivivo. Ni siquiera es un clásico de nuestra era, aunque haya ganado para sí, por sus cantos, a muchos admiradores. Su trabajo tuvo sentido hace muchas décadas; tengo amigos que le dedican un suspiro o un chiste; uno o dos de ellos se refugian en un rincón hogareño para degustar sus acordes. A mi me gustaba la canción que hizo famoso al boxeador Huracán Carter. Hoy la evoco cual denuncia o queja, más no como una Odisea o una página literaria. Reto a los escolares y a los literatos para que la escuchen y puedan corroborar lo que digo o para que sepan corregirme u orientarme.
Conviene insistir: que Bob Dylan es un cantante reconocido e influyente no hay duda; pero jamás se ha ocupado de crear y trabajar en las letras como lo hicieron Pasternak o Saramago, Octavio Paz o García Márquez. Hoy Dylan es, en el mejor de los casos, un arcaico rincón de la memoria colectiva. Hay cantautores más conocidos; quizá incluso sean mejores, aunque decir mejor o peor, en estos casos, es solo un bucle del gusto, algo subjetivo. Yo hubiera preferido que las razones de la Academia Sueca se le endilgaran al trabajo de Cat Stevens; mejor al de Silvio Rodríguez o al de Serrat; No hay que olvidar al señor Guerra. Una señora me dijo que, por encima de lo hecho y cantado por Dylan, ella veía a Pedro Navajas; y conozco a un muchacho que prefiere a un rapero. La verdad, pareciera que sus razones son tan acertadas como las que inventó la Academia Sueca este año y el año pasado.
A los amantes de la literatura, a quienes la estudian o la practican, les digo que lo hecho es irremediable. Hay “cosas peores”, diría mi abuela: Hitler, Donald (no el de Disney, que tampoco es un dechado de virtudes), Videla, Stalin, Pinochet o Bush; podemos elegir. Hay que ver “el lado bueno”, continuaría la abuela: “hoy es posible ganar el Nobel sin tener que escribir tanto, ni tan bien, ni tan seguido, ni tan diligentemente como se hacía antes”. Lo importante es tener suerte: que alguno de la Academia Sueca tope con un escrito tuyo (en la calle, en un bar o incluso en un libro) y que le guste.
Ciertamente, parece que esos suecos actuaron por gusto, quizá por capricho; a la larga su decisión será interpretada como una joya del humor negro; en el peor de los casos, un antojo de algún fanático del cantautor, que supo convencer a los demás miembros del jurado. Imagino, de nuevo, al peón de la finca sonriendo al oponerme una fisga: “esos señores de la Academia Sueca también volcaron su toro”. Yo le daría la razón, pues parece que dejaron la literatura en el suelo.
Termino estas disquisiciones evocando otro hecho lamentable: pese al carácter anti-Stablishment que tuvo en su apogeo, con el cual ganó la admiración de millones de personas en su país y en otras latitudes, el señor Bob Dylan –tras algunos días de silencio– decidió aceptar el premio. Mejor hubiera hecho lo de Pasternak o lo de Sartre, aunque sus razones fueran parcialmente distintas.
Eso es un juicio de valor, desde luego. Bueno, no solo es eso; también es una invitación para que los lectores mediten y polemicen al respecto; no porque sea un tema álgido de nuestro tiempo, sino por todo lo contrario.
El Premio Nobel de Literatura y el de Economía deberían suprimirse porque atañen a materias opinables hasta el infinito. Solamente deberían existir los premios destinados a las áreas de las ciencias.
No puede darse premio Nobel de Literatura a un autor cuyo idioma sea desconocido por los miembros del jurado porque la literatura no es solo argumento (traducible), sino lenguaje fonético (intraducible). Por esto, es absurdo que se haya premiado a un chino, a un japonés y a unos rusos. Además, está el problema del gusto: no puede premiarse el gusto de los miembros del jurado, quienes se premian a sí mismos por tener tan buen gusto que eligen al autor X.
El premio de Economía (dado por el Banco de Suecia) es tan subjetivo como el de Literatura y está muy vinculado a posiciones políticas. Nunca logrará el consenso.
Agradezco al amigo y colega la deferencia para con mi persona al dedicarme esta perspectiva. Con su elegancia para escribir, incluye aquellas diferencias que existen entre el saber hacer (un oficio por ejemplo) y el saber cómo y por qué se realiza algo.
Hace algunos años, no recuerdo cuantos, conté a Álvaro una anécdota y que ahora le sirve de punto de partida para este artículo, admiro su memoria.
Saludos